Nieva con intensidad de caspa sobre los hombros del mundo. Y en el silencio espectral de esta tarde sin testigos las torres góticas y los edificios barrocos en Oxford parecen irreales. Quimeras del pasado tras cuyas piedras se labró la sabiduría de unos pocos elegidos o las juergas etílicas de muchos descarriados. El césped, otrora hormiguero de vanidades y ahora alfombrado de armiño, está desierto tras el alud celeste. El río y sus barcarolas han enmudecido y no hay machotes que compitan cortando las aguas con sus estiletes de madera encerada. Nada es verdadero en esta postal caduca que, sin embargo, parece guardar en su puño el secreto de la juventud usurpada. Nieva en un continuo danzar de copos que son una estructura portentosa de ingeniería. Como los arcos vetustos por los que asoma la figura blanca y fragil de Sebastian Flyte con Aloysius. Nada hay más hipnótico que su imagen trágica cruzando el claustro adormecido por el frío y la tormenta, a la búsqueda de algún placer prohibido. Qué fue de la Arcadia que nos prometieron? Qué fue de la adolescencia testando el límite de los sentidos? La belleza es efímera y corrupta como la nevada prístina que se transforma en lodo. El oxígeno que nos da la vida nos corroe los adentros hasta arrojarnos a la tumba. Bajo esta arquitectura diezmada por siglos de genios y locuelos, un joven Lord pasea su osito de trapo dejando sobre las losas centenarias el rastro carmesí de su corazón malherido.