Tiene el rostro galante de un ángel caído. No por sus malas artes, sino caído en desgracia por alguna granujada cordobesa. Las arrugas de una poetisa avejentada. No por el sexo que lo confundió en la rifa, sino por el alma tan exquisita que bien podría lucir un par de tetas. Gestor de voces ocultas con quien las odres de la vida fueron generosas. Domador de soledades que a la larga acabó domado por la soledad misma. Anacoreta de sí mismo. Los años le han regalado surcos que son cauces profundos por los que la vida navega despreocupadamente, siempre presta al chascarrillo o a esa observación a pie cambiado que a veces es zancadilla de maldad blanca. Puedo verlo con el pañuelo al cuello, abstraído con las rimas que brotan de dentro, preguntándose quién le habla mientras el pueblo le jalea las virtudes y las palabras que él sabe como yo que no nos pertenecen. En el calvario del tiempo su voz resabiada es una noticia alegre y sus maneras galantes el eco de una época que jamás debió de abandonarnos. Yo contemplo extasiado la danza de sus manos en el éter, mientras el acento burbujea frases sabias que alimentan. No tardará en volar sobre los lucernarios de la mezquita, mientras el Guadalquivir centellea al fondo henchido con sus versos. En pos de Lucano, Góngora, Ibn Hazm, De Mena…porque la poesía siempre fue salvoconducto para el patán avezado, porque en el vaivén de tanta alma anónima la suya refleja todos los colores y los tonos, del averno al arco iris danzando en la humedad de la mañana.