Esta es la noche de los tiempos. Oscura como boca de lobo. Profunda como un cenote que no halla fin en el subsuelo. Negra como el alma de los asesinos. Silenciosa como tu recuerdo deslizándose hacia el olvido. Yo vivo sin luz. En la última estación de la vida. Allí donde el alma tantea su destino cegada por el absurdo relumbrón del día. No tengo visitas ni tampoco las deseo, porque la gente se ha convertido en un engorro prescindible. Ya sólo confío en el fragor de la tormenta. Rebelde, pendenciera, desafiando a las grandes montañas con bufidos voluntariosos. Lo que fui ya nada importa, porque han sido tantos los disfraces que mi guardarropa es hoy un caos de teatrillo abandonado. Lo que soy apenas ocupa espacio en las vitrinas de la madrugada. Un verso desordenado, ininteligible a veces, chapurreando sobre cosas que apenas a nadie interesan, aunque un día se revelen la clave del futuro que aguarda. Quizá viaje al otro extremo del mundo, donde mi nombre no tenga recorrido. Desnudo de mí mismo y con todos los cajones abiertos. Será un funeral y un parto al unísono. Una liberación tan profunda, tan rayana en fiesta de locuelos, que hasta es posible que la muerte acuda meneando sus pompones a mi encuentro.