Viajo al momento inadecuado de mis primeros amores. Allí donde la inocencia estaba todavía musculada. Escucho la súbita crecida de un corazón en celo. Inepto todavía en cabalgar el sentimiento o en sortear sin heridas las trampas del cada día. Repaso los rostros que entrenaron mis quereres, como si amar fuera un ejercicio que no debe descuidarse y yo un patán distraído que no se fijaba demasiado en los latidos. Ellas, atiborradas de todas las cosas que el hombre ignora, se visten de terciopelo y sombras en la algarabía de la noche. Y en la soledad sin espinas que precede a la tormenta todas las rosas susurran sus nombres. Yo siempre he agradecido tanta belleza. Tanto rostro impecable. Tanto cuerpo paradisíaco. Tanta inteligencia contrastando con mis groseras formas de prímate engreído y rematadamente falto de empatía. No merecí la bendición de sus ardores, la sincera rendición de sus anatomías avasalladoras, ni la posibilidad de exhibir a mi lado sus facciones divinas que todo lo enmudecían. Fue darle diamantes al macaco! Y aún así aprendí de todas ella que el amar de veras se alimenta más de la reverencia que de la afectación y la soberbia. Tanta estupidez valió la pena.