Escucho voces inciertas atronando como salvas lejanas desde la cordillera inexpugnable del futuro. Veo palabras livianas deshilacharse lentamente bajo la fuerza descomunal de los vientos convertidos en huracanes. Adjetivos descabezados perdiendo todo sentido mientras se bambolean como títeres de un lugar a otro del espacio. Palabras cariñosas reventadas en pedazos por un francotirador certero que no admite dislates ni paparruchas. Yo aguardo la muerte, la ruina, la separación definitiva. Yo aguardo si cabe una nueva soledad, y si aún cabe más un yo destripado, sanguiñoliento, del que emerja como Pedro por su casa alguien diferente que yo apenas reconozca. Así es cuando te dejas llevar por la vida sin oponer resistencia, amparado por la resiliencia que te quede y el optimismo que no agotaron las continuas torturas. Así es cuando comprendes que una vida son muchas si estás dispuesto a asumirlas. Y cada una empieza y acaba en la indigencia, no importa con qué manjares y piedras preciosas rellenes el intermedio. No hay inicio sin ganancias. No hay final sin pérdidas. Y no existe vuelta de hoja a esa sentencia. Atreverte a ceder a la locura momentánea de caminar ese camino es un salvoconducto a vivencias mucho más interesantes, mucho más arriesgadas, mucho más formativas, mucho más gratificantes, mucho más completas. Y, la guinda, ser beneficiado con una muerte mucho más útil.