El hombre es un reptil acomodado. Laso en la tórrida mañana que soasa sin piedad todo lo que se arrastra. Falto de un discurso inteligente, incapaz de demorar a la muerte cuando ésta husmea el rastro fresco de sus huellas torpes. El horizonte le es una meta inalcanzable. Por eso vivimos atrapados en un mismo día que se repite. Como cetáceos varados en una playa pérdida y desierta. Sólo podemos imaginar el viaje hasta la Cólquida, cual argonautas en pos de lo imposible. Y te lo explico de nuevo, aunque con otros nombres: La Nona, la Décima, la Morta. Siempre ocupadas junto al telar y la rueca. Una teje, otra mide, otra corta. La longitud del viaje nunca estuvo en nuestras manos. Y su labor incansable, insobornable, no creas que es un mito. Ellas calculan y deciden, con cuidado y con respeto, en una labor que no halla pausa. Una empieza. Otra alarga. Y la tercera termina. En sus manos inspiradas las vidas danzan sobre el tablero y el hilo sagrado se transforma dúctil en todo lo que imaginan. Nosotros, en nombre del libre albedrío, chapoteamos contra corriente como simios patosos. Devorados por una pasión aborigen que nos consume, vamos cuesta abajo por una pendiente pronunciada. Y en vez de frenar, aceleramos.